Dionisio Ridruejo
Alicante, 1946
No se si comprendéis, camaradas, cuánto tiene de dramáticamente significativa esta reunión nuestra en torno a las losas sobre las que fue derramada la sangre de José Antonio. Nunca hemos estado tan necesitados de comunicarnos con él, y de recibir la inspiración de su pensamiento y de su conducta, como en estos días cruciales y amenazadores. No podemos ni debemos engañarnos, no debemos celar con distracciones de vanidad estética o derretimientos sentimentales esta pura ansiedad en que vivimos. Sólo las almas anhelantes y que saben descubrir el meollo de su anhelo, que es lo más íntimo y profundo, lo más radical del ser; sólo las almas anhelantes, capaces de desnudar su anhelo de toda circunstancia aparencial, merecen alcanzar la luz. Dios nos libre, por tanto, en esta ocasión casi religiosa, de toda palabra vana.
Os invito a meditar –a abrir el oído de vuestras lamas anhelantes- en el drama que aquí, en este sitio, en la tierra que hoy sostiene esta cruz, se consumó hace ya nueve años. Lo que aún podamos alcanzar de lucidez, de entereza y de esperanza, lo alcanzaremos precisamente a través de este pequeño éxtasis que os propongo. Quedan por un instante olvidadas nuestras preocupaciones diarias, las personales tanto como las colectivas, y dejemos empapar nuestra alma por este ejemplo vivo que estamos evocando.
Aquí mataron un hombre. Esto sería lo que, viniendo del confín más remoto, y con toda ignorancia, se nos ocurriría decir en presencia de esta cruz. Aquí se hizo un hombre, aquí alcanzó un hombre su última etapa en el camino del ser, diremos nosotros, palpitándonos el alma de amor, admiración y fidelidad. Esta es la historia más verdadera, más íntima, de José Antonio: Esa es la historia de toda vida completamente realizada.
De sobra conocemos cuál es la vida de José Antonio antes de que se encerrase en estos muros. Poco, en cambio, sabemos y podemos saber de la parte de vida que, día a día, fue viviendo aquí mismo. Y, sin embargo, este trozo de vida, silenciosa y poco menos que ignorada, se nos aparece como el más rico, el más decisivo, el más intenso de todos. Porque aquí, entre estos muros, alcanzó José Antonio a conquistar nada menos que su plenitud, nada menos que su libertad.
Mucho antes había renunciado José Antonio a toda aquella parte de sí mismo que, por decirlo así, constituía lo más externo de su periferia personal: a la vocación profesional, a las ventajas de su posición social, de nacimiento y a las satisfacciones de la vida privada, inmensamente prometedora para hombre tan aventajadamente constituido por él. Renunciar a todo esto era replegarse a su núcleo más esencial y verdadero. Sabemos, de seguro, que él aplicó a la capitanía política sus mejores potencias, y que nada convencional y vacío, nada trivialmente satisfactorio perseguía en su dedicación. Hizo su doctrina y ordenó su acción con lo más auténtico y sincero de sí mismo: mutilando muchas de sus dimensiones convencionales para vigorizar las esenciales. Por ley natural la concentración determinó una expansión. Y aquél José Antonio, desnudo de tantas cosas, apretado contra sí mismo, se convirtió nada menos que en el eje y la órbita de todo un ambiente, que fue el falangista.
Pero aquí, en esta cárcel, le esperaba lo más grave. Aquí el despojo de su vida privada llega a ser absoluto: su ámbito social era una celda pobre y triste. Pero hasta aquel ambiente que, como emanación de su densidad íntima había estado prolongando su personalidad –la misma Falange-, le es negada ahora. Está incomunicado, sólo, impotente para actuar, sin noticias, sin esperanzas. Le quedan aún sus recuerdos, le queda su carne mortal, le quedan sus afectos y sus sueños, sus ideas, sus presentimientos. Pero ahora ha de librar batalla contra todo eso que le queda, y que aún es externo y adjetivo para posicionarse de si mismo y ser únicamente lo que es esencial y definitivamente se es. Sólo se sabe ser cuando se sabe morir. Cuando José Antonio, bellamente transfigurado por la agonía, pisa las losas de este patio en aquella madrugada turbia de noviembre y los fusiles rompen su espléndida apariencia con un desgarrón de metralla, esos fusiles ya no podían matar nada. Porque José Antonio era ya todo espíritu, todo ser, todo hombre, todo plenitud. Y replegado a ese tamaño de grano de mostaza, al tamaño infinito del espíritu, adquiría el tamaño inmenso de un pueblo entero. El pueblo que él había hecho en su corazón.
Renunciar para ser. Renunciar para no claudicar. Replegarse a lo esencial e íntimo, pero no dejarse hacer cuartos, convertirse en puro y espiritual grano de mostaza y así alcanzar la dignidad del hombre, dignidad inmortal.
Todo eso nos dice el drama de José Antonio, para el que nunca tendremos consuelo, pero por el que nunca dejaremos de tener fe y realidad.
¿Comprendéis ahora? En medio de este mundo de seres que se niegan a conquistar su hombría, a ser hombres de este mundo de apariencias feroces y mentiras horribles, de este mundo perplejo a lo más íntimo del ser, opongamos nosotros esa seguridad desde lo íntimo del ser a la que no le importe la suerte que corran las cosas externas y aparentes.
Aquí, sobra esta sangre, Señor, ponemos otra vez a la Falange. Como un gran campamento si tú quieres. Pero si quieres como un puro grano de mostaza. Y el árbol nacerá cuando llegue otra vez la primavera.